Bob Dylan, un Nobel con división de opiniones.
Hasta hace treinta años, lo sorprendente era que no concedieran el Nobel a Borges, pero tan usual resultó aquello que también dejo de sorprendernos. Desde entonces recibimos la noticia de la concesión del Nobel sin sobresaltos: a veces lo obtiene una persona de la que jamás volveremos a saber, otras nos sirve para descubrir a un potente escritor (habrá que hablar de Coetzee alguna vez) y en ocasiones incluso se lo dan a algún escritor que conocemos.
Entonces, cuando el premio Nobel de Literatura lo obtiene alguna de nuestras lecturas, solemos opinar para refrendar la elección o refutar los argumentos del dignísimo jurado. En cualquier caso da igual porque nuestra opinión nunca es tenida en cuenta pero, a cambio, rechazamos la posibilidad de sorpresa y nos reservamos el derecho de leerlo o no según nuestro albedrío.
Pero en 2016 cayó la bomba: el premio a un autor que no leemos pero oímos, a un poeta cuyas letras nos entran por los oídos pero que -generalmente, no se vaya a exagerar- no entendemos. «Eso es que el rock está muerto», me dice un amigo, y el reconocimiento por forma de homenaje es certificado de defunción. Tal vez, él sabe más que yo de esto. Mientras, otro colega se indigna por la concesión a un fenómeno de masas mientras tantos poetas languidecen el desprecio o el olvido. No sé, quizás tenga razón.
A mí no me parece mal el reconocimiento por parte de «la gran cultura» hacia el llamado bardo de Minnesota, pues aunque no le resulta necesario y puede posturear con ello, el premio Nobel a Bob Dylan me resulta gratificante por cuanto supone el subrayado de la obra de tantos poetas-cantantes o cantautores, menospreciados muchas veces como escritores de público fácil o de pseudopoesía cuyo valor más potente viene dada por la musicalización. El premio es también el reconocimiento a tanta gente entre nosotros como Aute, Labordeta o Serrat, quien además, de la manera que ya había hecho Paco Ibáñez, nos había mostrado que los versos de los grandes poetas a quienes no somos buenos lectores nos entran mejor si llevan la musiquilla.
Pero, además, todo Nobel supone la actualización y popularización de una obra. A quienes llegamos tarde a la Modernidad de los sesenta, todo esto sienta muy bien pues podemos aprovechar la ocasión para recuperar a Dylan. En este sentido, la Biblioteca incorpora a su fondo las letras completas, buena oportunidad para leer sosegadamente su música traducida a palabras. Y hablando de traducciones, esta versión es bilingüe lo que puede venir muy bien a quienes saben, aprenden (o ambas cosas) su idioma.
Y hablando de Dylan, aquí viene su canción más universal; qué cosas, la música de Zimmerman, se oye hasta en misa.
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